MELIMOYU: ¿UNA MONTAÑA SAGRADA EN LA PATAGONIA?
Mi primer encuentro con el Melimoyu (al fondo), en Quellón, verano de
1998.
Coordenadas: 44° 4'31.83"S 72°52'2.85"W
Entre los que conocen algo sobre el mito del Melimoyu, ronda una leyenda
según la cual esta montaña elige a quién debe visitarla a través de los
sueños, y lo haría dando avisos o señales mientras más cerca de ella se
encuentre geográficamente el escogido. Poesía o delirio, no son pocos los testimonios al respecto.
El
controvertido poeta y ex diplomático chileno Miguel Serrano, "redescubridor" del mensaje arcano de este
monte de origen volcánico en el continente frente a las islas Guaitecas,
también soñó con él antes de verlo, como si algo en su conciencia se
preparara para la potente experiencia de enfrentarlo. Lo visualizó como dos
gigantes atrapados en las rocas de la gran montaña, uno de ellos con los
brazos alzados y el otro con los brazos bajos. Enorme fue su sorpresa,
entonces, al ver al Melimoyu y confirmar su premonición onírica a bordo de
la nave "Covadonga" de la Armada de Chile, en 1947, de camino a la
Antártica. "Vengo a establecer la relación entre el Kailás y el Melimoyu",
dijo en 1953, al asumir la embajada de Chile en la India, aludiendo al monte
sagrado de los Himalayas y presentando al nuestro como su contraparte
místico-esotérica.
Pocos saben de su secreto, sin embargo. Menos aún comprenden el mensaje...
Para la mayoría de los que le conocen no es más que "el monte con cachos",
por su extraña característica de tener dos puntas, muy parecido al caso
del cerro La Silla de Monterrey, México. En el pasado fueron
cuatro puntas, sin embargo, pero dos que acabaron derribadas por un
fuerte terremoto (¿el de
1927?) o, según otras versiones, por actividad volcánica. De ahí su
nombre,
recordando este pasado: Meli-Moyu, que significa en mapudungún
Cuatro Ubres. Y de ahí también el sueño de Serrano: un gigante con dos
brazos alzados al cielo y el otro sus dos brazos caídos.
Ubicado al norte de la Región de Aisén del General Carlos Ibáñez del Campo,
en la posición 44.1° sur y 72.9° oeste, el Melimoyu se presenta como una
observación majestuosa en el sector, tan cerca de la costa con sus 2.400
metros de altura y esas dos cornamentas que le son propias, eternamente
nevadas. Corresponde en verdad a un volcán ya dormido, aunque la gente de la
zona asegura que sus ganas de despertar están activas, provocando temblores,
ruidos subterráneos y pequeñas agitaciones. También ha sido llamado
Melimoyo, Milimoyu y Melimogu. Parecería ser que algunos
cartógrafos extranjeros lo registraron como monte Mediclana.
Su
majestuosidad impoluta ha estado amenazada por errores del gobierno
central, primero frustrando su colonización con elementos que valoraban
aquellos paisajes y luego permitiendo el acto casi profanador de que
poderosos magnates internacionales se apropiaran de muchos terrenos
adyacentes y que, al parecer, también participarían del conocimiento de
una
supuestamente poderosa geomancia que tiene este sitio, estableciendo
ciertos
centros extraños en ellos. Hay, pues, razones fundadas para pensar que
existe cierto interés "metafísico" en este sitio, si nos fiamos de los
testimonios de la gente que reside en la zona.
Me parece que existe sólo un trabajo de recopilación de crónicas con respecto al Melimoyu,
publicado por el joven historiador nacional Rafael Videla Eissmann. Ahí
queda expuesto que la montaña había sido vista y descrita no pocas veces en
la historia de la exploración de los territorios australes, aparentemente
por primera vez en las observaciones del alférez de fragata José Manuel de
Moraleda y Montero, según anota hacia 1793 en sus "Esploraciones Jeograficas
e Hidrográficas".
El explorador
comentó, además, que la traducción del nombre del monte es Cuatro Tetas
y también señala la existencia de "cuatro prominentes peñascos" en
su cima antes de que perdiera dos, aunque desde la mayoría de los ángulos
generalmente alcanzaban a verse sólo tres de estas puntas, a la sazón.
Mapa de la expedición del capitán Serrano Montaner, publicado en el
Anuario de la Armada de Chile en 1886, donde aparece ilustrado el monte
Melimoyu (acá destacado en rojo). Imagen tomada del ensayo "Crónica de
la montaña del Melimoyu", de Rafael Videla E.
Monte Melimoyu visto desde Quellón, en el verano de 1998. Se
distinguen sus dos "cuernos" hacia el cielo (detalle de fotografía
tomada por el autor).
Ya
en tiempos republicanos, el Melimoyu es descrito por expedicionarios
como el capitán Fitz Roy en su "Narrative of the surveying voyages of
H.M.S.
Adverture and Beagle" de 1839. Su colega chileno Juan Ramón Serrano
Montaner
(hermano del héroe de Iquique), hará lo propio en 1885, al ser enviado a
explorar la zona publicando sus impresiones en el "Anuario de la Marina
de
Chile" del año siguiente.
Curiosamente, la mención que hace Serrano Montaner del Melimoyu es a
propósito de la aventura de un indígena local llamado Caulacán quien, hacia
1838, había salido a buscar la mítica Ciudad de los Césares viviendo toda
una odisea que lo dejó arruinado. Su relato hablaba de supuestos ruidos y
bramidos provenientes de la montaña o del entorno, mismos que el capitán de
fragata reporta reales pero se los explica como sonidos de posible origen
geológico o telúrico.
Por otro
lado,
Serrano Montaner niega la existencia de grandes árboles como cipreses o
cedros descritos por Caulacán, considerándolo algo irreal a pesar de que
estos mismos bosques milenarios habían sido reportados en el sector tras la
experiencia del colono alemán Adolfo Abé, residente del Llanquihue que
también había salido hacia 1883 por estas comarcas y cuyo testimonio fue
considerado por el marino en su informe.
A mayor
abundamiento,
Abé
había partido directamente a buscar el origen de misteriosos árboles
que
eran arrastrados por el río Melimoyu que corre a la sombra del monte
homónimo, cual "mundo perdido" de Arthur Conan Doyle, pero al interior
de la
Patagonia. Sin embargo, autores como Oscar Espinosa Moraga consideraron
que
sus informes, tomados en serio por Serrano Montaner, estaban plagados
de
descripciones imaginativas y fantásticas, más bien propias de los que
son
pioneros en esta clase de aventuras. Hoy, eso sonarían más bien a
anticipos de la fama que autores como Serrano instalaron en el
imaginario alrededor del monte.
Conociendo muchos de estos antecedentes ya entonces, se podrá imaginar
el entusiasmo que sentí en el verano de 1998, durante mi primer viaje
con mis
mejores amigos hasta la Patagonia chilena, ante la sola posibilidad de
ver
ese monte mágico, que hasta entonces aún no era conquistado
oficialmente en
su cima, según tengo entendido.
Me
había enterado hacía no mucho de las
historias fantásticas y de hallazgos increíbles que rodeaban al monte,
reportadas por algunos buscadores de tesoros y exploradores
contemporáneos. Como amante de los mitos y leyendas, especialmente
cuando están en formación, el Melimoyu se convirtió en una de las metas
del viaje, obviamente.
Imagen del Melimoyu perteneciente a J. Naranjo y publicada en el website
skimountaineer.com. He filtrado un poco sus colores para destacar la curiosa
forma del monte, contrastada con el cielo.
Iba además -hoy lo confieso-, con una instrucción específica de tener
que verlo, tenerlo ante mí. Alguien a quien había conocido hacía muy
poco me lo había pedido como un requisito, por razones que nunca me
aclaró... No podía fallar, entonces.
Pero surgió un grave problema que puso fin a mis propósitos cuando
llegamos a Puerto Montt: el presupuesto no se había podido ajustar al
plan de viaje y toda la parte correspondiente a la Carretera Austral más
al sur de Hornopirén, sería imposible o, cuanto menos, un gran riesgo
para consumar el retorno. Asuntos inesperados en el viaje habían hecho
cambiar la línea proyectada a nosotros -cuatro viajeros de clase media
en edad universitaria-, y nuestro último destino, necesariamente,
tendría que ser Chiloé.
Por más que intenté convencer a los otros tres viajeros, la decisión era
irrevocable, y tenían razón: sería una insensatez aventurarse en
vehículo hacia las zonas continentales del Golfo Corcovado, sin contar
con el presupuesto apropiado para regresar con la misma seguridad... La
frustración, así, me acosará por toda esa noche y la siguiente.
Tras
grandes esfuerzos, logro conciliar el sueño aquella jornada. Y paso entonces
a las fantasías oníricas.
Nunca sueño en estas incómodas condiciones de viaje, pero esta vez sucede:
veo un cordón de montañas lejanas, apenas visibles. A continuación, escucho
una voz extraña, como un narrador "intermediario" de este mundo y el otro.
No es la voz de ninguno de los que me acompaña. Esto es demasiado nítido: no
parece uno de esos sueños o pesadillas que derivan del estrés, de la inducción a un
tema o de la repetición mental de algún escenario antes de conciliar el
reposo nocturno... Esto es distinto.
Atrapado
en mi fantasía, la voz me
señala algo casi compartiendo mi alegría: "¡Mira, es el Melimoyu! ¡El
Melimoyu!". No veo el dedo, pero sé que algo apunta hacia un
lugar preciso del hilo de relieves detrás de un gran mar azul y sobre las
siluetas cordilleranas. Por más que me esfuerzo, no consigo distinguirlo,
mientras sigue repitiéndome el extraño desconocido, esta vez muy sereno: "Ahí está... es el
Melimoyu".
El dedo o lo que sea, entonces, se hace visible.
Apunta ante mí como una aparición fantasmagórica, adosada a una figura
humana irreconocible, incompatible con este mundo material. Como si el
paisaje fuera una postal plana o una fotografía, coloca ese dedo
justo en un lugar exacto, e insiste emocionado: "Ahí está. Ahí".
Entre el verdor de cerros y la nieve de las montañas más bajas y lejanas,
destacan esos dos cuernos al cielo en mi sueño, pero no semejan a las
fotografías que he visto antes de él: se ven distantes, más separados entre
sí, aunque siempre apuntando al cielo. Al fin distingo sus antenas, altas y
majestuosas, tan distantes como hermosas, con una elegancia casi artificial,
antecedidas por un enorme mar... Al fin veo al Melimoyu.
Y
entonces despierto... ¡Despierto! Lo hago con el sobresalto del cuerpo que
siente caer al vacío... Y descubro que todo fue un excepcionalmente nítido
sueño, quizá alentado por la frustración y la congoja de quedar fuera de esa
visión cautivadora real de la montaña con forma del imaginario casco
vikingo... Todo fue un dulce engaño de mi mente, para minimizar la amargura o la resignación.
Salimos temprano a Chiloé, esa misma mañana. Tras recorrer Ancud y Castro en
largas jornadas, nos aproximamos a Quellón. Todo aquí en la isla se va
volviendo más antiguo, más intocado a medida que se desciende hacia el Sur.
Es como si el tiempo y la influencia continental se fueran perdiendo a
medida que se desciende hacia la historia primigenia de la isla.
Y
entonces, sucede lo impensado...
Entrando a Quellón, diviso un hilo de montañas en el continente. Son iguales
a mi sueño... ¡Exactamente iguales! Y tal como en él, una de ellas destaca:
es un cerro perfecto, estilizado y elegante, con dos puntas al cielo...
¿Acaso es el Melimoyu o estoy delirando? ¿Es posible que se vea desde esta
distancia?
El
día es perfecto: despejado, pocas nubes en un maravilloso cielo azul.
De camino al famoso Hito 0 de la Ruta 5 Sur, pido
que paren el vehículo y me aproximo con excitación hasta donde dos
chilotes
conversan animadamente junto a una pasarela, para preguntar qué monte
es ese, aunque ya lo sé. Sólo necesito la confirmación que ellos me
proporcionan: es el Melimoyu, tal cual soñé que lo vería contra todo lo
predecible, con la misma distancia, la misma posición en el horizonte
pasando el Golfo Corcovado, allá detrás del mar, y hasta sus mismos
cuernos
que parecen más separados que en las fotografías tomadas desde el lado
continental, porque precisamente es como se ven desde la isla de Chiloé
por
el ángulo en que queda el observador, o acaso una divina distorsión.
Nos
aproximamos al lugar señalado con su propio altar como el punto más austral
de la Carretera Panamericana, allí al Sur de Quellón. Los demás ya se han
contagiado de mi exaltación por la prodigiosa e inesperada vista. Desde este
lugar, el Melimoyu se luce en toda su esplendorosa forma, inconfundible...
Tan engañosamente cerca; tan cautivante.
Y
esa misma noche, aún sin salir del asombro, en un insólito doble azar
del
destino con una llamada telefónica soy puesto al tanto de que seré
padre de
mi primer y único hijo. El impacto estremecedor, y la luz de
este flash del devenir ha sido doble; cegadora como un rayo en la
frente.
Un día marcado con timbres de fuego en la existencia.
¿Sería por aquello,
acaso, que he sido encargado de otear al supuesto monte sagrado del sur de Chile
y
enfrentar su visión casi perturbadora y sublime en tales circunstancias sorpresivas? ¿Fue tan grande la
autosugestión y el deseo en la noche previa, que llegué a soñar una
escena con esta asombrosa exactitud y coincidencia? No lo sé, en verdad.
En
fin... No sé si estaré entre los "elegidos" a los que el monte Melimoyu se
les anuncia a través de los sueños. Sólo sé que he vuelto a él, en otros
viajes, y en otras aproximaciones... Y sí puedo asegurar con propiedad,
además, que esta habrá sido una de las experiencias más extrañas e
inolvidables de toda una vida viajera, que aún atesoro entre los testimonios de mi
propia semblanza.
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