EL VERDADERO INCENDIO DEL PARQUE NACIONAL DE LAS TORRES DEL PAINE
Empezamos
pésimo este verano 2012, con incendios dantescos en las regiones del
Maule, Bíobío, Araucanía y Magallanes, todos ellos con manos humanas
encendiendo la chispa del desastre, y en algunos casos mucho más dolosa y
sombríamente que en otros, sospechamos.
El
fuego en las Torres del Paine, particularmente, va en unas 13 mil
hectáreas consumidas al momento de escribir estas líneas. Y aunque no
llegamos ni a la mitad de lo que fue regalado irresponsablemente a un
país vecino gracias a nuestros políticos del Congreso Nacional, con el
nefasto Acuerdo Parlamentario de 1998 que enajenó de Chile 33 mil
hectáreas al Norte del parque, este desastre tiene una característica
destructiva única y abominable, como toda maldición de lo que se pierde
irremediablemente, mientras aún no logra ser controlado por brigadistas,
bomberos ni voluntarios.
Desde
los años ochenta hasta la fecha, cerca de tres monstruosos incendios
han sido causados en el mismo parque, además de innumerables focos
menores o siniestros que fueron controlados a tiempo. La característica
común es que todos los grandes daños han sido provocados por turistas
extranjeros; nada especial considerando que pertenecen a los que miles
de ellos que visitan regularmente el lugar: en el año 1985, por
ejemplo, la colilla de cigarrillo de un japonés costó al parque 14 mil
hectáreas; el de 2005 inmortalizó la memoria de un imprudente checo que,
por un descuido de su cocinilla, provocó un incendio que arrasó más de
15 mil hectáreas en 30 días, tanto del parque como particulares; y el
actual incendio que ya viene como legajo malvado del año recién pasado,
ya casi con toda seguridad es un regalo de uno de los conocidos y
controvertidos mochileros israelíes o "majas" que visitan la
zona.
A principios del año 2011, de hecho, otro turista de esa misma
nacionalidad provocó un incendio que logró ser controlado, por los
mismos días en que otros turistas pintaron manos sobre rocas donde hay
registros de arte rupestre, también en la zona. Todos quienes hemos
estado allí sabemos de estas imprudencias y hasta sorprende que no haya
más problemas cada año, dada la libertad de acción y el descrontrol en
que se desarrolla el turismo dentro de esos terrenos.
Empero,
no es que el turista se vuelva algo nefasto por el sólo hecho de ser
tal, sino que el propio rubro del turismo es una herramienta de doble
filo para el comercio y venta de patrimonio nacional. Los ejemplos
sobran, y nuevas conciencias han despertado en todo el mundo a este
respecto. Lo comprendieron también los rapanui, al exigir el control de
ingreso a la Isla de Pascua, mismo lugar donde un artista loco desordenó
rocas de un santuario arqueológico para hacer una de sus obras, donde
un finés rompió la oreja de un moai para llevársela de recuerdo, donde
un japonés raspó sus iniciales en una escultura y hasta donde un
chileno, padre de una ex ministra, se dio el gusto de romper otra
estatua para "mostrar" cómo se tallaba la piedra. Todos en calidad de
turistas, por supuesto.
La
paradoja de todo es que la invasión turística en territorios
patrimoniales nunca ha funcionado positivamente más que por el tiempo y
la instancia en que genera utilidades rápidas. La industria del turismo,
en general, ya ha aprendido de esto y la UNESCO ha hecho sus
advertencias sobre sitios históricos y patrimoniales que son parte del
atractivo para las visitas. La tendencia "alternativa" es priorizar el
lugar como patrimonio de locales más que lugar abierto al turismo en
masa, de viajeros económicos muchas veces más complicados y
problemáticos que los turistas regulares. Como alguien que ha sido
varias veces algo parecido a un viajero económico, además, puedo confirmarlo.
De otro modo, las consecuencias se observan con claridad si no se
toman medidas a tiempo: San Pedro de Atacama, por ejemplo, es una
verdadera "toma" de elementos extraños al pueblo, que han desplazado a
las familias originales para sostenerse de la venta turística; también
hay zonas del Valle de Elqui donde los antiguos vecinos han sido
virtualmente desalojados por charlatanes y comerciantes de misticismo.
Del mismo modo, hay países donde la cantidad de visitantes ha gastado
históricas escalas de mármol en edificios palaciegos, obligando a poner
horripilantes tablones sobre cada escalón; o bien sitios arqueológicos
donde la sola respiración y el roce contra los muros ha ido causando
desgastes irreparables.
Una
gran industria turística y la economía de la provincia descansan en las
Torres del Paine... Pero no sólo eso. El año 2006, fuimos parte de una denuncia en los
medios de comunicación nacionales sobre cómo una parte de la enorme cantidad de
revistas y avisos publicitarios argentinos, al carecer de una
cantidad razonable de iconos turísticos propios en su territorio salvo
por fotografías como las del Glaciar Perito Moreno, promueven venta de
la Patagonia argentina con bellas fotografías y postales de nuestras
Torres del Paine, sin que haga ninguna retribución a Chile o a
Magallanes siquiera por el empleo de su imagen con propósitos
comerciales.
Como
el turismo argentino es infinitamente más profesional,
subsidiado y bien trazado que el chileno, sin embargo, provee a
Magallanes y a las Torres del Paine de esos mismos turistas que van a la
Patagonia oriental y que llegan casi "de paso" a conocer nuestros
tesoros, por lo que existe una especie de pacto convenido donde,
teóricamente, la economía turística de ambos países se ve favorecida.
Dicho de otra manera, las Torres del Paine son una batería de generación
de entradas directa o indirectamente para toda la industria turística
de la Patagonia Austral, tanto la chilena como la argentina, además de
punto culminante para aventuras de viajeros de todo el mundo que
recorren el territorio del Cono Sur. En el año 2008 tuve ocasión para
comprobarlo de sobra, recorriendo ambos lados de la Patagonia austral.
Uno de los innumerables casos de uso de las Torres del Paine en la publicidad turística argentina, del año 2003-2004.
Las famosas torres. Fuente imagen: gentileza de Cristián Meneses.
Sin
embargo, al hilar fino las impresiones cambian: el favor es sólo en lo
inmediato, y el daño en lo duradero. La responsabilidad por tanto de la
sub-región continental depositada en el parque, es demasiada. En la
generalidad y el largo plazo, nos estaremos exponiendo eternamente a
problemas como el de ahora: un descuido, una fogata mal apagada y, por
extensión, cualquier imprudencia de un turista puede desatar el
infierno.
El riesgo es demasiado grande para fingir que sólo las
utilidades lo justifican. El turismo da por un lado y quita por el otro,
y vaya cuánto ha costado este último mal paso. Siempre, de cualquier
forma, de cualquier manera, humanos intentando vivir con el mínimo de
comodidad y de civilización en la naturaleza prístina es una situación
artificial y riesgosa.
Desde
un punto de vista radical, el patrimonio chileno debiese tener por
prioridad de acceso y participación para una sola comunidad: los
chilenos, empezando por los propios magallánicos que, a su vez, ya
sabemos se sienten cada vez menos chilenos (y con esta clase de
situaciones, ciertamente, reafirman sus aprensiones al respecto). La
premisa es que el turismo en masa, por muy "ecoturismo" que pretenda
ser, es una actividad cuya rentabilidad obliga a convivir con riesgos y
con daños acumulativos reales además de riesgos, que entran en franco
conflicto como aquella prioridad que hemos señalado primera en este
párrafo.
La importancia del turismo y la venta intangible de patrimonio
sólo puede ser derivada o secundaria, por lo que aceptarla como
prioridad sin asumir esos riesgos inherentes a la actividad, es una
aberración que quizás revela sus peores consecuencias por estos mismos
días.
Ahora
bien, un toque de realismo sin discursos obliga a aceptar que,
desgraciadamente, es tal la cantidad de ingresos que generan las miles
de visitas a las Torres del Paine cada temporada que el principal
interesado en mantener este statu quo del turismo en el parque no
está entre los privados ni los muchos comerciantes de la región que
trabajan en torno al mismo, como pudiese creerse, sino el propio Estado
de Chile: la cantidad de entradas de dinero que facilitan las Torres del
Paine permiten mantener otros parques y reservas de menor concurrencia
y, por consiguiente, de menor acumulación de utilidades por concepto de
visitas. Basta ver la diferencia entre lo mucho que se le cobra de
entrada a un turista y lo poco que se le cobra a un chileno en muchos de
estos parques, para intuir el asuntillo de fondo.
Además,
dejémonos de caretas: luego de polémicas experiencias privadas como la
de Parque Pumalín en Palena y los conflictos con el "cartel verde" que
opera en Chile, existe ya una gran cantidad de interesados en la
privatización de los parques nacionales, destinándolos a la
administración de fundaciones filiares de oscuras y poderosas
organizaciones internacionales. De hecho, aún no se apagan los humos de
Magallanes y un diputado UDI ya está proponiendo privatizar las Torres
del Paine. A su vez, dos colegas suyos, uno del PPD y otro DC, han
lanzado a la palestra curiosas advertencias sobre la presencia de estos
excursionistas israelíes en el Sur de Chile, quizá queriendo abrir
temerariamente la válvula de presión para un tema que, hace años ya,
provoca toda clase de inquietudes, chismes y controversias de pasillos.
Como
sea, estos desastres, incendios y manifiestas incapacidades de dar
resguardo a los tesoros naturales del territorio chileno, les vienen
como anillo al dedo a eventuales propósitos de privatización, pues nadie
preferiría ver algo tan valioso e irrecuperable destruido antes que
privatizado. Y así, recordarán algunos, fue cómo sucedió hace unos 20
años, que un campamento de compatriotas colonos australes se quemó
misteriosamente en un sospechoso incendio, siendo su terreno adquirido
después por uno más de los magnates extranjeros monopolizadores de
territorio austral chileno y también teñidos del "verde": del ecológico y
del de los dólares.
Por varios años más, los matones de algunos eco-filántropos
hasta se daban en gusto de recordar a los colonos chilenos este trauma y
advertirles a los más porfiados que, si no vendían, también se
arriesgaban a sufrir incendios, como lo reveló por entonces una
indignante carta dirigida por uno de estos personajes a un propietario
del sector Melimoyu.
Como
abundan los fatalistas y los que creen que no hay más salidas que
aquellas que son de su paladar, no faltará el que se sienta tentado a
preguntar en tono inquisitivo: "¿Y qué propondrías tú al respecto?".
Tengo respuestas, pero sé que ninguna de ellas dejará complacido a
nadie partidario del recurso rápido y garantido que representa en estado
actual de las Torres del Paine como objeto de explotación
turístico-comercial. De partida, si hubiésemos aprendido algo del último
desastre del año 2005 en Torres del Paine, hoy existirían en el parque
brigadas permanentes, con implementación e infraestructuras suficientes.
De paso, las promesas que hicieron oportunamente las autoridades no
habrían sido olvidadas: ni por ellos, ni por nosotros la ciudadanía.
Además, si el turismo argentino pagara gremialmente a nuestro país por
la forma en que explota iconografía e imágenes de la Patagonia chilena
para sus propias ganancias millonarias de la industria turística (de la
misma manera que Egipto ha propuesto hacerlo a través del Consejo
Supremo de Antigüedades para sus pirámides y la esfinge), quizás podría
cubrirse una parte de la millonaria demanda que involucra mantener y
proteger un parque de las dimensiones que tienen las Torres del Paine,
con cantidades de recursos que, según la propia CONAF, alcanzan sólo
para la mitad de lo que en realidad se necesita.
Pero
el problema es más profundo y llegará siempre a lo mismo: el turismo
masivo, sus consecuencias y su contexto. Mientras los focos de
desarrollo económico y generación de trabajo sigan siendo reducidos en
las regiones extremas, mientras no se abandone el criterio cuantitativo
nefasto de la rentabilidad social para las políticas públicas dentro del
territorio chileno, mientras no se tengan claras las fronteras
interiores y todas sus implicancias a ser resueltas (estratégicas,
económicas, sociales, políticas, etc.) y mientras no se integren estas
maravillas de la Creación al territorio aceptando un nivel de impacto
sobre ellas pero también asumiendo las responsabilidades, garantías y
costos precautorios, sucederá eternamente que el turismo de estas
características y bajo estos riesgos continuará siendo tomado por un mal
necesario e irrenunciable... He ahí el verdadero incendio de las Torres
del Paine: vivo, ardiente e imposible de apagar aún.
Si
acaso nos hallamos ante una analogía con el cuento de la gallina de los
huevos de oro, quizás ha llegado la hora, entonces, de pensar en el
futuro a largo plazo de las Torres del Paine, tal como Isla de Pascua,
San Pedro de Atacama o Chiloé...
Dicho de otro modo, ha llegado el
momento para comenzar a aprender a prescindir de la facilidad utilitaria
del turismo invasivo y poco controlable, que llega hasta lo más valioso
de lo poco que tenemos los chilenos, con el constante peligro
confirmadamente vigente y activo de despojarnos para siempre de ello.
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