UNA PINTORESCA ALDEA DE TORORA AL SUR DE COPIAPÓ
Totoral en septiembre de 1997, con banderas
preparándose para Fiestas Patrias.
Coordenadas: 27°54'5.28"S 70°57'37.03"W
Fue en septiembre de 1997 cuando conocí el encantador y
sorprendente poblado de Totoral, por la quebrada del mismo nombre, unos 130
kilómetros al surponiente de Copiapó. En años posteriores, el mismo nombre ha sonado
a propósito de un controvertido proyecto energético a base de carbón mineral que
se planificaba en esta parte del territorio casi prístino del Norte Chico, hacia
el sector de Punta Cachos, aunque también por sus aceites de olivas, sus
artesanías y otros potenciales turísticos que podrían brindarle grandes
posibilidades a esta aldea, si se la asocia con inteligencia a la oferta
completa que una visita a Copiapó y alrededores propone al viajero.
Fui por primera vez allí con mis amigos Pablo y Tatá. Era
la magnífica y colorida época del Desierto Florido de aquel año, coincidiendo en
pleno con el período de Fiestas Patrias, por lo que mi viaje a este misterioso
sitio estuvo ornamentado con paisajes florales de ensoñación, por caminos de
tierra y también rocas infernales, a veces verdaderos calvarios para nuestro
bajo vehículo japonés siendo torturado entre parajes agrestes. Afortunadamente,
estas vías han mejorado mucho desde entonces.
Se llegaba a Totoral por un sendero de unos 40 kilómetros de
ripio desde la carretera. Es, por sobre todo, un sitio rústico y enigmático, en
verdad asombroso. Su origen es tan antiguo que se pierde en la oscuridad más
lejana de los tiempos precolombinos, ya que si bien parece haberse formado como
caserío hacia principios del siglo XIX, está asentado sobre registros muy
anteriores de habitancia humana en este sector, señalada por ciertos hallazgos
arqueológicos y pinturas indígenas en roqueríos del entorno.
La abundancia de la totora que da nombre a éste y a otros
pueblos de la zona (como Totoralillo y Totoral Bajo) se nota en la primera
mirada a sus viejas, viejísimas casas y murallones de barro, donde viven poco
más de 60 familias. Las seculares casonas han sido levantadas con técnicas de
adobe, quincha y encañado en base a estas mismas tiras de totora o junco de
brato. Incluso los lugareños venden artesanía típica de la zona entre la
que, como se podrá adivinar, destaca la de material de totora. La base de toda
fábrica en este pueblo es el material de estos juncos silvestres, de hecho, que
crecen abundantemente a los lados de las quebradas de Totoral, Boquerón y
Palmira, hermosamente pintadas de miles de flores por esos días en que la
conocí.
Entrar al caserío era como una visita a la historia del
poblamiento de la región, antes del mejoramiento de su calle interior, la
remodelación de su iglesia y la definición más urbanística de su plaza central.
Desconozco por qué los mapas de turismo y las guías de viajes olvidaban entonces
y aún hoy día, con frecuencia injusta, un referente como éste en sus sugerencias
de visita, a pesar de los esfuerzos que ya entonces desplegaban los residentes
del pueblo para potenciarlo como atractivo.
Además, el oasis es un ejemplo de
cómo se desarrollan actividades agropecuarias casi milagrosas de ver en este
paisaje rocoso y escasamente poblado por vegetación baja. La pequeña pero
reputada industria aceitera se logró gracias a los olivares locales, aunque
desconozco si esta fama existía ya en esos años de mi primera visita a Totoral.
Iglesia de Totoral, como lucía en septiembre de
1997. Lamentablemente, sólo conservo esta fotografía que forma parte de un
collage, con otras superpuestas.
Interior de la pequeña iglesia, como lucía en
septiembre de 1997, pleno período del Desierto Florido. Su aspecto ha cambiado
mucho desde entonces.
La pequeña pero hermosa plaza (hoy con puestos de artesanía
que no había en esos años) nos obliga a acercarnos a ella con un embrujo mágico
y placentero, pues entre sus tupidos árboles que han crecido allí casi sin
control, se alza al cielo maravillosamente azul y sin necesidad de demasiada
altura, una vieja iglesia con techo de dos aguas y torre campanario al frente.
Pequeña y añosa, en esos momentos parecía estar cayéndose a pedazos con el
retumbar de cada paso. Con una sola y modesta nave, su aspecto ha cambiado mucho
desde entonces, a causa de terremotos y remodelaciones.
Y muy cerca de allí, se halla una antigua piedra sagrada
que se cree consagrada a antiguos cultos precolombinos, marcando el sitio más
ancestral de toda la aldea y el primer antecedente relativo a desde cuándo se
encuentran personas habitando este sitio. Existen, incluso, los restos de un
antiquísimo cementerio indígena, testimonio del increíble pasado que arrastra
este misterioso lugar.
Es sorprendente la cantidad de puntos de atención que puede
encontrar el visitante en unas pocas cuadras de este caserío encantado, cuya
subsistencia depende especialmente de las aguas que brotan de napas subterráneas
y por los hilos hídricos de la misma quebrada que provee la totora... Es un
pueblo con la fragilidad de las propias flores del desierto, quizás.
Mientras recorremos esta maravilla, mi amigo Cristián
Tatá comienza a tener problemas con su cámara fotográfica de infame marca
rusa, amenazando con hacerle perder todas sus fotografías tomadas hasta este
momento. El día anterior, tuve el mismo problema con una cámara similar, que
acabé destruyendo bajo una pesada piedra en un justificado ataque de ira,
después de cuatro años de malas experiencias. Era de la misma marca, famosa
justamente por la mala calidad de sus productos. ¡Claro!, si provenía de los
tiempos de la tiranía soviética, así que puedo imaginar al pobre obrero que la
construyó con la punta de un AK-47 en la cabeza mientras un matón del soviet
le pone prisa. Empero, Tatá tiene paciencia: en su esperanza de salvar el
rollo evitando velarlo, nos pide que lo encerremos con su mala cámara en la
cajuela del vehículo, donde permanecería un largo rato, usándola como cuarto
oscuro para tratar de rescatar a puro tacto el rollo de película y guardarlo
dentro de un pequeño frasco.
Mientras Tatá realiza su acto casi Houdini, mi amigo
Pablo y yo seguimos recorriendo algunas de las construcciones del lugar,
empezando por la iglesia. Confirmo que las paredes y hasta las rejas exteriores
son de totora y madera; un pueblo que representaría la fantasía de un pirómano.
Las calles están ligeramente decoradas con adornos alusivos a la temporada, como
flores y escarapelas, pero casi se pierden entre la primacía de los colores
grises y marrones del elemental paisaje aldeano. Algunas banderas, sin embargo,
se agitan al viento colorida y tranquilamente, recordándonos la época y el país
en el que seguimos estando.
Calles de Totoral, ya asfaltadas. Fotografía de W. Griem,
publicada en geovirtual2.cl.
Según calculo mirando nuestros mapas, como el caserío está
hacia la entrada de la Quebrada de Totoral, es probable que más cerca de la
costa encontremos en el mismo camino a algunos ejemplares de los bellos cactos
llamados ñapines y la célebre flor de la garra de león, ambos cotizados
por los coleccionistas al punto de haberlos puesto en peligro de extinción. Ya
hemos visualizado parte de la quebrada y de su arroyo que, a ratos, deriva en
algún brazo hacia el camino por entonces muy básico, que recorre esta parte de
la geografía nortina al poniente de la Ruta 5 Norte, a la altura del Kilómetro
72 de dicha ruta desde Copiapó. Sin embargo, in situ se tiene la
impresión de estar más cerca de una tierra de pantanos bajos que las cercanías
litorales del Norte Chico.
Finalmente, tras conocer Totoral bajo el Sol del espléndido
día primaveral, sacamos a Tatá del portamaletas. Sale completamente
sudado, medio asfixiado y enceguecido tras tanto rato cautivo de su propia
desesperación por salvar sus fotografías en la oscuridad. Sin embargo, ha
logrado rescatar el preciado tesoro: un premio a esa paciencia suya que yo,
particularmente, no tengo.
La corriente de la quebrada está un tanto crecida con
relación a otras temporadas, y la vemos mientras avanzamos por ella hacia el
litoral, saliendo de este oasis en el paisaje y en el tiempo. Desde allí en
adelante parece más bien un río que nos escolta permanentemente a nuestra
derecha.
En algún momento del camino, éste se internará en el cañón
penetrando por la amplia boca de la quebrada justo después de la salida del
caserío hacia la costa, en otro de los hermosos cuadros paisajísticos que pueden
verse en estos valles y quebradillas de totorales interminables. Queda atrás de
nuestro viaje Totoral y su cautivante atractivo, pero sus recuerdos
permanecieron en nosotros para siempre.
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