LA CANGALLA: UN PÍCARO PERO INFAME SECRETO DEL FOLCLORE MINERO

 

Imagen de la cangalla del Museo Regional de Atacama, publicada por Gerardo Melcher en "El norte de Chile: su gente, desiertos y volcanes" (2004).
Coordenadas: 27°21'48.2"S 70°20'24.8"W (Museo Regional de Atacama)
Desde la época de Juan Godoy y la fiebre de la plata de Chañarcillo en el siglo XIX, existió en Atacama un extraño artilugio y procedimiento de robo de material minero de alto valor, llamado popularmente la cangalla, del que he podido aprender bastante durante mis visitas a la ciudad de Copiapó. He decidido, entonces, dejar acá este texto sobre el asunto del cangalleo y detalles sobre semejante treta que formó parte del folclore minero de la Región de Atacama.
Partamos observando que, en el Museo Regional de Atacama, en Copiapó, hay una vitrina de la sala sobre historia minera local, en donde el visitante encontrará una especie de papa encapsulada en telas, de gran tamaño, con la siguiente referencia informativa:
CANGALLA
Utilizada para hurtar oro desde la faena
Colección Museo Regional de Atacama.
Me consta que, años atrás, la reseña informativa era mucho más explícita, pero hoy deja un poco en la duda o imaginación del observador su naturaleza y su origen... La verdad es que este asunto da para una entrada completa; precisamente una como esta.
Formalmente, se llama cangalla en Chile, Argentina, Perú y Bolivia al material residual de la minería, especialmente cuando se trata de minas de metales preciosos. Antaño había cierta actividad de recuperación de restos valiosos que pudieran pasar a ser cangalla o desperdicios, más bien a nivel artesanal. Empero, en estos últimos dos países se usa su nombre también para referirse a un artículo que se colocaba en el lomo de mulas, caballos bueyes y burros para transporte de cargas, como una montura suplementaria. En Perú se habla también de "estar hasta las cangallas" para referirse a andar metido o involucrado a más no poder en un asunto, hasta el agotamiento o hasta quedar exhausto. En España, en cambio, se llamaba cangalla o cangallito a los racimos pequeños de uva.
Varias de estas acepciones -en especial las del residuo minero y del transporte de cargas en bestias- parecen tener relación con el apodo que se da a la cangalla usada de la forma en que se hizo alguna vez con la del Museo Regional de Atacama: el robo de plata y oro desde las minas y vetas.
Barretero. Imagen litográfica publicada en el "Chile Ilustrado" de Recaredo S. Tornero (1872).
Instalaciones mineras y parte del campamento de Chañarcillo, en 1863. Fotografía de Rafael Castro y Ordóñez para la Comisión Científica del Pacífico.
Cuadrilla de cateadores de plata en el sector Cachinal de la Sierra, cerca de Taltal. Imagen publicada en "El Libro de la Plata" de Benjamín Vicuña Mackenna, 1882.
Es preciso retroceder un poco. La minería de oro ha estado presente en Chile en forma importante desde los tiempos precolombinos, con los lavaderos del Marga Marga y después el de Andacollo, Punitaqui, Casablanca, Catapilco, Casuto, Los Vilos, entre otros casos. Hacia la época del siglo XIX que nos interesa, los yacimientos auríferos importantes estaban también en Copiapó, Huasco Alto, Illapel, Petorca, Tiltil, Colchagua, Rancagua, además de los que florecerían en territorio Magallánico tras el hallazgo de pepitas en la zona. En su "Historia de Copiapó", Carlos María Sayago recuerda el caso de la mina de oro "Mantos de Tierra Amarilla" de don Juan José de Oteíza, en 1746, y una segunda veta hallada allí por Simón Veraguas, más otras posteriores de la zona, como las de Hornillos y Cuestecillas.
La minería de plata, por su parte, si bien lleva largo tiempo también en Chile, tiene hitos importantes con el descubrimiento de Agua Amarga en Huasco y Arqueros en Coquimbo, hacia el 1800, experimentando su primer gran auge con el descubrimiento de los yacimientos del cerro de Chañarcillo, a partir de 1832. La gran época se extiende con estos yacimientos de Atacama, más los de Caracoles al interior de Antofagasta y en pleno conflicto con Bolivia por la posesión del desierto atacameño, alcanzando parte de lo que fue la epopeya argentífera de Huantajaya en Tarapacá, cuando dichos territorios peruanos pasan a Chile con la Guerra del 79.
Sin embargo, a la par del desarrollo de la industria minera de metales preciosos y sus respectivas fiebres (que acarrearon a innumerable aventureros y viajeros desde otras regiones partiendo a probar suerte y fundar campamentos obreros), aparecieron también los ladrones de material de las faenas, que en la jerga de los trabajadores fueron llamados los cangalleros, especialmente famosos y frecuentes en la zona de Copiapó. Don Benjamín Vicuña Mackenna los describió en su trabajo "El libro de la plata" de 1882:
Como era de esperarse, la fama y la ponderación de Chañarcillo invadieron con la morosa celeridad de aquellos tiempos hasta los últimos rincones de Chile, y de todas partes, y aun de Bolivia y de la República Argentina, ocurrían los cateadores, los operarios, los buscadores de fortuna y tal vez con más abundancia que todos los anteriores, los cangalleros, o rescatadores fraudulentos de las pastas ricas extraídas por los apires del fondo de las minas o de sus canchas.
Este vicio formaba parte de las tradiciones mineras históricas. Ya hacia 1812, fray Camilo Enríquez, editor del periódico independentista "Aurora de Chile" fundado por don José Miguel Carrera, visitó la mina Agua Amarga de Vallenar invitado por el cura párroco local. Augusto Millán dice en "La minería metálica en Chile en el siglo XIX" que allí constató cómo el sacerdote, además de explotar un mineral de la zona, "recibía de los pecadores del lugar colpas de plata, la mayoría de ellas robadas como cangalla", por un valor estimado en unos cuatro mil pesos mensuales, un muy buen número para esos años.
Hay toda una cultura asociada a cangalleros y cangallas, entonces, con sus propios mitos urbanos y acepciones etimológicas y alcances geográficos. Vicuña Mackenna se ve en obligación de retomar el tema en su libro sobre la plata chilena, y así continúa informando al lector:
Esto y con todo, en el sentido moral que perseguimos, el minero no es propiamente hurtador como el ratero de las ciudades o como el salteador de caminos; es sólo cangallero, es decir, contrabandista, porque conforme al código convencional de los asientos mineros, la cangalla o sustracción de una parte pequeña del rico montón de la cancha sacado a pulsos del fondo de la labor, no es robo sino contrabando, como la sustracción clandestina del buque, de la lancha o de la playa en el puerto de mar.
La cómoda teoría del minero es que le metal 'lo da el cerro' y que el cerro, como todo que forma el territorio, es más o menos propiedad común del chileno. Y de aquí viene que el apodo de "cangallero" no es de ofensa. Al grito de "ladrón", el puñal brillaría en las manos; pero el motejo de "cagallero" es recibido con sonrisas, y algunos, como Méndez, el célebre descubridor de Caracoles, acostumbraba llevarlo como apéndice tolerado a su nombre: "Méndez Cangalla".
Mina "Dolores Primera" de Chañarcillo. Imagen litográfica publicada en el "Chile Ilustrado" de Recaredo S. Tornero (1872). Aún existe esa loma allá, pero de las instalaciones que se ven en la imagen sólo quedan ruinas de ruinas, nada en pie.
Apires de la mina "Buena Esperanza", en Tres Puntas. Imagen litográfica publicada en el "Chile Ilustrado" de Recaredo S. Tornero (1872). El contacto directo y constante con valioso material metálico fue la tentación del robo hormiga o cangalla.
La sentencia es parecida a lo que observó, en su momento, Domingo Faustino Sarmiento durante su exilio en Chile, constatando que los mineros robaban oro o plata porque tal delito "es reputado como una regalía y como un gaje de su profesión". Y, con relación al descubridor de Caracoles, Andrés Sabella presentó también al personaje apodado El Cangalla, refiriéndose al propio José Ramón Méndez, el Cangalla Méndez, en su relato "Descubrimiento de 'Caracoles'", del libro "Norte Grande".
Aunque Vicuña Mackenna admite desconocer la etimología de cangalla, aclara que en quechua, significaría simplemente pizarra, por lo que no puede proponer un origen claro, salvo especular que quizás guarde relación con los mitayos o mineros de la localidad de Cangallo, en Ayacucho, que iban hasta las minas de plata de Potosí, en caso de que éstos "fueran más diestros hurtadores que otros".
Sin embargo, ¿cómo era posible para los cangalleros robar plata u oro sin ser advertidos por los capataces y guardias, al punto de generar toda una tradición y un permanente dolor de cabeza a los capataces? Esto se resolvía de una forma tan ingeniosa como perversa, similar a la  que se usa hoy para la introducción de artículos, dinero y hasta droga en los recintos penales: primero intentando pasarlos discretamente en el cuerpo, pero después, cuando vinieron las revisiones más exhaustivas e invasivas, introduciéndolos en el propio cuerpo del traficante. Era, pues, la expresión final del nada lustroso arte de la cangalla.
A mayor abundamiento, la forma menos decorosa de realizar la cangalla se valía de un cilindro de cuero en el que se introducía el mineral, pieza que acababa en el recto del ratero; o bien se hacía un bulto compacto envuelto en telas, creando así un doloroso supositorio que llegaba al tamaño de un puño o más, inclusive, según lo dispuesto al sacrificio que se estuviese para complacer la ambición. En ambos casos, se sacaba aceite o grasa de las maquinarias para untarlos en el objeto y así facilitar su introducción en la cavidad rectal, reduciendo así lágrimas, gemidos y apretones de dientes.
Sin embargo, antes de llegar a tal recurso extremo, fueron innumerables, acaso incontables, las tretas con las que cangalleros o equivalentes de toda América logaban sacar de sus trabajos material valioso a comerciantes y joyeros inescrupulosos, incluso desafiando a bandos imperiales que decretaban pena de muerte a quien robara metal precioso de las casa de moneda en los grandes centros productores de las colonias hispánicas (Lima, México, Popayán, Potosí, etc.). Ya denunciaba estas prácticas el Virrey Juan de Mendoza, en 1615, en donde se entendía cierta tolerancia hacia el cangalleo furtivo e individual de los mineros, pero no a los que se dedicaban al tráfico al por mayor de material metálico.
Volvemos a las palabras de Vicuña Mackenna, para comprender la situación:
Al principio, el gran encubridor de la cangalla fue en Chañarcillo el ceñidor de cien vueltas con que el minero fajaba su cintura y apostaba carreras de faja en los días de solaz. Pero prohibido este atavío en las labores, ocurrieron a la telera, es decir, a su abultado pan de ración, del cual extraían la miga antes de entrar a la faena, y rellenándolo adentro con la mejor granalla de la veta.
Y una vez que los mayordomos descubrieron esta treta y la prohibieron, los tenaces cangalleros ocurrieron al arbitrio de ahuecar sus veleros (especie de candeleros de palo en que ponían su candil), y después hicieron lo mismo con las cuñas, que las forjaban vacías de cañones de fusil. Derrotados por la suspicacia de sus patrones, en todos estos ardides, inventaron al fin el bárbaro de depositar la plata barra en sus propia entrañas, con dolores y peligros que les causaban no pocas veces la muerte.
Agrega el autor en nota a pie de página, que don Manuel Antonio Tocornal tenía un muestrario de plata en donde figuraba una pieza de estas, con más de una libra de peso (casi medio kilo) y que fue cubierta por una capa de cerote, antes de ser introducida en el recto. Otra más grande aún tenía "en estado crudo" don José Díaz Gana, explotador de la mina de Caracoles, en la Región de Antofagasta.
Por lo demás -continúa-, la cangalla es tan antigua como Potosí, y nunca se le ha encontrado remedio eficaz, por más que al salir de las labores los mayordomos de cancha hicieran gritar a los que asomaban a la bocamina Viva Chile!, o sólo sometieran a ultrajante registro.
Minas de Chañarcillo, faenas al interior de las instalaciones del mineral "La Descubridora", en 1863. Fotografía de Rafael Castro y Ordóñez para la Comisión Científica del Pacífico.
Actividad minera en la entrada al Socavón de la Sierra del Caballo, en 1863. Fotografía de Rafael Castro y Ordóñez para la Comisión Científica del Pacífico.
En nuestra época, Gerardo Melcher lo dice con más claridad y sin rodeos, en "El norte de Chile: su gente, desiertos y volcanes":
Por medio de disposiciones cada vez más severas se trató de limitar los daños ocasionados. Cuando se conocieron los escondites en la ropa y, por lo tanto ya no funcionaron, trozos de plata en trapos engrasados, se introducían envueltos en el intestino. Y conocido también ese método, a la salida de las galerías se les obligaba a saltar una cuerda. Pensando en posibles lesiones internas, más de algún minero evitaría esta forma del cangalleo.
Ahora bien, que el cangalleo estuvo profunda y especialmente ligado a la actividad minera de Atacama, particularmente a la Chañarcillo (y probablemente haya tenido hasta alguna relación con el alzamiento minero de 1834), nos lo confirma Sayago en todas sus letras:
Dos grandes contratiempos tuvo Chañarcillo en sus primeros años  de explotación: el alzamiento de peones y el cangalleo.
Habitaciones rústicas, faenas sin cerco, y muchas riqueza en extracción, daban margen a esos desórdenes que más de una vez pusieron a la peonada casi en el señorío del mineral, haciéndose preciso mantener allí una fuerte guarnición que, andando el tiempo, se encomendó a tropa del ejército de línea.
Pero, si a fuerza de bayonetazos y de descargas de fusilería se logró contener los desmanes de los operarios, revueltos en masa, no fue posible contener el cangalleo, ese robo paulatino de piedra por piedra, de pelotón por pelotón de plata, en cuya operación nuestros peones de minas llegaron a adquirir tal destreza y astucia que burlaban la vigilancia más escrupulosa.
El robo llegó a tomar tales proporciones, que los dueños de minas asediaba día a día a las autoridades en demanda de medidas para cortar el mal.
La misma clase de robos y sus seguidos malgastes en juego, prostitutas y alcohol, reportó en su momento Paul Treutler en la localidad del mineral de Tres Puntas, testimonio que quedó plasmado en "Andanzas de un alemán en Chile". De hecho, los robos por parte del personal eran tantos que representaban una parte importante de la merma de la actividad productiva, según denunciaban los encargados y dueños de las minas. Otro viajero como. J. M. Gilliss, en un texto con sus testimonios como miembro de la Expedición Astronómica de los Estados Unidos de 1851, diría que la fracción de metal robado llegaba al 3 ó 4% de la producción cuanto menos; no suena a mucho, pero favorecía más al comerciante cangallero que al barretero o el apir que traficaba la plata, generalmente tomada de entre las rocas más ricas de cada veta.
Entre otras medidas recurridas para reducir las pérdidas que provocaba el cangalleo, el Gobernador Juan Melgarejo dictó un reglamento de policía para el mineral, el 7 de agosto de 1837. Se realizó un registro de ranchos con la matrícula de los peones y la restricción de entrada al mineral sin las credenciales de autorización correspondientes, salvo para los dueños, administradores o empleados más conocidos de las faenas. Esta documentación se conocía como "la papeleta" y era exigida a todo el resto.
Con o sin "papeleta", sin embargo, las mujeres quedaron casi totalmente impedidas de entrar a los recintos mineros de Chañarcillo, por aquella legislación, entre otras razones considerando que no podían revisarlas de la misma forma que se hacía con los hombres. La única forma en que podían ingresar, era consiguiendo una autorización muy excepcional, como pasaporte especial que se extendía con engorrosos trámites. Si alguna empleada o residente violaba esta restricción, era despedida y debía pagar una multa de $10, pero si reincidía era apresada y entregada al gobierno departamental. Y a causa de los reclamos de los dueños de minas, además, en 1841 se proscribió en la Placilla de Chañarcillo la presencia de mujeres, pues se consideraba que la mayor parte del robo de material o cangalla iba a parar a las muchas prostitutas establecidas en el poblado.
Así se ve la cangalla del museo de Copiapó, hoy.
Acercamiento a la cangalla del Museo Regional de Atacama.
El resultado de estas limitaciones a la entrada de mujeres a minas y campamentos, generó una curiosa situación que fue satirizada por el cronista José Joaquín Vallejo, el gran Jotabeche, contemporáneo a estos hechos, en un artículo suyo titulado "Cosas notables" que también citan Sayago y otros autores, en donde se refleja la visión que habría provocado en la moral de la época semejante panorama:
...ninguna (curiosidad) es más importante que la existencia de un pueblecito en que más de mil hombres viven sin cargar la cruz, quiero decir, sin mujeres... Aquello es un portento social.
...Todo se remedió con expulsar a las mujeres de Chañarcillo y con declararlas allí un artículo de contrabando. Hombres barriendo, hombres lavando, hombres espumando la olla, hombres haciendo la cama, hombres friendo empanadas, hombres bailando con hombres, hombres cantando la extranjera y hombres por todo y para todo; es una colonia de maricones, un cuerpo sin alma, un monstruo cuya vista rechaza y no es la cosas menos notable de nuestro Chile.
El mismo Jotabeche creía que la cangalla, a la que tanto despreciaba, tuvo su "capital" en Vallenar, hacia los mismos días del auge de Chañarcillo, con sujetos que llegaron a enriquecerse más rápido practicando el cangalleo, que los mineros honrados confiados sólo en las bondades del trabajo responsable. Le dedicó un artículo completo de reflexiones en "El Mercurio" de Valparaíso del 7 de junio de 1845, titulado (precisamente) "Los Cangalleros".
Refiriéndose a los problemas de alcohol, las riñas sangrientas y los robos a comerciantes, Millán agregaría también:
En Chañarcillo fueron mayores que en otros minerales porque los peones mineros disponían de algo que equivalía a dinero efectivo: la cangalla, el hurto diario de colpas de altísima ley. Un apir o un "canchaminero" (el que escogía los minerales en la cancha de la mina), podía robar en una semana cangalla por un valor equivalente a su salario mensual. El trabajador bajaba al pueblo en el valle después del pago una vez al mes, pero cada fin de semana iba a la cercana Placilla de Chañarcillo y pagaba con cangalla el alcohol, el tabaco y las prostitutas. Los días lunes llegaban los cangalleros, comerciantes especializados en este tráfico, compraban la cangalla y la vendían al por mayor en Vallenar, donde no se intentaba controlar este comercio, y también a maquiladores y comerciantes del valle de Copiapó, donde se dice que la compraba incluso la Casa Escobar y Ossa y también el ya poderoso Agustín Edwards Ossandón.
Volviendo al procedimiento más controvertido del cangalleo, no faltó el minero que se excedió en sus capacidades de obturación natural con el bulto envuelto y engrasado que logró meterse por el recto, y así, como el trauma del mono de circo de un conocido chiste popularizado por el humorista Coco Legrand (el primate que se metía por el ano los manís que le tiraba el público, para medir si salían, después de haber quedado trancado con un cuesco de palta), terminó en la posta de urgencia para que le sacaran la cangalla que no pudo retirar por sus propios medios, una vez regresado a casa. Confirmada su masculinidad pero no su astucia con estos percances, agréguese a tales peligros de obstrucción y desgarros, el que muchas veces el metal viniera contaminado con arsénico y otros venenos, además de las dificultades para expulsar sin intervención los bultos envueltos en tela.
Con relación a lo recién expuesto, Melcher nos da más detalles sobre dichas complicaciones y también informa sobre el origen de la pieza que está en el Museo Regional de Atacama:
En el caso de cangallas muy grandes, solía ocurrir que no podían ser expulsadas, y no quedaba más que el camino al médico. Un médico en Copiapó se dedicaba a liberar a los pacientes de la cangalla sin cobrar honorarios, pero se quedaba con la cangalla. De su notable colección hay una particularmente grande en el Museo Regional de Atacama, que es del tamaño de un puño.
No pertenecía a un cadáver, como escuchamos alguna vez, ni era la reproducción de una real, entonces: la del museo es una genuina cangalla, donada por dicho galeno... Una cangalla que superó el diámetro de esfínteres del desgraciado que quiso salvar el semestre con semejante carga en las entrañas, sin saber que su picardía lo mandaría a la urgencia médica y terminaría siendo exhibida para la posteridad cultural, en las vitrinas de la más importante de las colecciones históricas de Copiapó.

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